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Carlos Gimenez
El renacer del tebeo en España, ya se ha dicho, no llega a ocupar siquiera una década. Y los autores nacionales, al socaire de la admiración que los jóvenes lectores profesan sin rubor hacia dibujantes extranjeros como Moebius, Corben, Bilal, Pratt o quienquiera que toque potenciar esa temporada desde la editorial/iglesia de turno, no se quedan atrás y empiezan a desplegar una labor creativa que supone un rompimiento casi absoluto con su producción anterior y un paso importante en la consecución del sueño de un tebeo verdaderamente adulto.
Sin duda, el más importante y completo de los autores españoles de todos los tiempos es Carlos Giménez (Madrid, 1941), un hombre que hacia la mitad de la década de los setenta se encuentra en plena madurez artística y es capaz de lanzarse, a tumba abierta, a la creación de unos tebeos tan absolutamente personales que implican una ruptura con lo que se hace, no ya en España, sino en el mundo.
Giménez traía ya un bagaje creativo envidiable. Enamorado y apasionado seguidor de maestros como Iranzo, Gago, Ambrós o el norteamericano Frank Robbins, en su haber se contaban, pese a su juventud, títulos tan destacados como Gringo (1963) o Delta 99 (1967), y sobre todo el divertido y espectacular Dani Futuro (1969), que sobre guiones de Víctor Mora y alguna ocasional colaboración de Luis Vigil presentara Gaceta Junior, las aventuras en clave de amable ciencia ficción de un jovencito rubio vestido de blanco y acompañado de un robot en forma de buzón de correos que preludian o inspiran a los Luke Skywalker y R2-D2 (1) de La Guerra de las Galaxias.
Carlos Giménez es un luchador, un autor con clara conciencia de clase que no se resigna a los abusos editoriales ni a las cortapisas impuestas sobre los comics como medio (2). Poco después de la muerte de Franco, Giménez prepara su primer gran proyecto personal, la muy libre adaptación de un fragmento de la novela de Brian W. Aldiss "En el lento morir de la Tierra", bautizada HOM para la ocasión y originalmente con destino a la revista autogestionaria Bandera Negra, que jamás llegaría a ser publicada como tal y sería reconvertida en Trocha. La historia de un mundo apocalíptico donde los poderosos exprimen con crudo sarcasmo a los débiles y explotados se resuelve con un montaje y un ritmo inauditos, con la presentación de un tropel de atractivos personajes de fantasía que no impiden en ningún momento la comprensión del mensaje social de la narración. A salvo de las rancias elucubraciones y los esteticismos herméticos de otros tebeos españoles del pasado (y del futuro, ay), Giménez logra crear una novela sólida y entretenida, apasionante, donde la idea central queda poética y desgarradamente clara: el pez grande se come al chico, pero muchos peces chicos pueden comerse al pez grande. La sumisión del Hom(bre) protagonista de la historia al hongo parásito que lo anula y humilla y al gordo y repulsivo ente delfinesco que tiene que transportar durante buena parte de la trama es absoluta hasta que la unión de todos los marginados de la historia logra sacudirlos del yugo esclavizante. Pero la libertad de Hom y sus compañeras no será total: la última viñeta anuncia que otros peligrosos hongos parásitos acechan siempre en el camino. El proyecto es tan personal y abrumador que no llega a ser publicado hasta dos años después, en 1977 y en formato álbum, por Ediciones Amaika, aunque la suerte no acompaña a las ventas y el autor llega a considerar que es su obra maldita.
Pero Giménez está en racha. Es ahora o nunca y lo sabe. Llega la hora de exorcisar los fantasmas propios. La publicación de Mata Ratos, en la que el autor viene colaborando satirizando películas de moda, es suspendida por la censura y la editorial saca inmediatamente un nuevo título, Muchas Gracias, donde Giménez presenta una serie que nada tiene de humor, el estremecedor relato de la infancia de unos niños en un hospicio del Auxilio Social de Falange. Es su propia historia, su propia vida. Una vez más, nuestro hombre rompe moldes y crea algo que nunca se ha visto en el tebeo, ni en España ni fuera de ella, la narración biográfica que le acompañará desde entonces en casi toda su obra.
Pero la serie, bautizada luego Paracuellos a falta de un nombre mejor, no encaja en la humorística política editorial de Muchas Gracias, y acaba por ser publicada, sin título definido aún, en una revista que no es de historietas, sino erótico-sibarítica, Yes, donde queda espantosamente fuera de lugar, dada la finalidad primaria de la publicación, que no es sino explotar el destape con una remilgada dosis de "buen gusto".
En Paracuellos, la segunda gran obra maestra de Giménez, el lector encuentra la abigarrada condensación de viñetas (hasta veinte por página) que luego sería tan característica al autor, sin espacios intermedios. Hay rabia, impotencia, dolorosa poesía en esta obra. Los niños encarcelados en el hospicio son sometidos a todo tipo de vejaciones y el autor es tan crudo relatándolo como crudos debieron ser quienes las cometieron. La tendencia a la caricatura se refuerza en los rostros de las envejecidas y envilecidas profesoras, de las ricachonas que acuden al hogar, en los profesores que huelen a cuero, represión y ex-combatiente. Y los niños de ojos enormes y orejas de soplillo transmiten una ineludible sensación de ternura precisamente por su fealdad, por su indefensión. La belleza está reservada a unos pocos elegidos, a hermanos mayores idealizados o guardadoras enamoradas, o a los niños entregados a la causa, los "jamaos" que son guapos por fuera y deleznables por dentro. Los silencios de Paracuellos, el montaje, los primeros planos y los planos generales son tan impresionantes que casi no hacen falta los textos para entender, para gozar, para sufrir la historia. Pero Giménez demuestra que no es sólo un dibujante lleno de recursos, un narrador como pocas veces se ha visto, sino también un excelente dialoguista. Sus personajes se expresan en un habla coloquial que huye de tópicos, que suena siempre natural, una capacidad poco habitual en el medio y que Giménez irá estilizando y perfeccionando a lo largo de su carrera (3).
Esta faceta de novelista en imágenes de nuestro autor tiene como complemento la de cronista en imágenes, la de satírico redactor de los acontecimientos del momento. Primero esa tendencia tiene como caudal, ya se ha dicho, la caricaturización de películas para la revista Mata Ratos en una nueva andadura, entre los años 1975 y 1976, pero llegará a su eclosión cuando poco después cierre el círculo con sus historietas para El Cuervo y, sobre todo, El Papus, y donde, a partir de un mínimo chiste final muchas veces guionizado por el maestro Ramon Tosas, "Ivá", Giménez es capaz de narrar una historia apasionante con un montaje viñeta por viñeta que lo sitúan muy por encima de la anécdota humorística que está contando, trascendiendo de inmediato la sátira y rompiendo moldes. La colaboración de ambos autores para esta gran revista de humor sería recopilada en tres álbumes en 1976 bajo el provocativo título España Una...; España Grande... y España, Libre!, y supone uno de los acontecimientos más importantes de la historia del comic en España, no sólo por lo que significa o por su altísimo nivel de calidad, sino por lo que consigue: lograr que el comic bien hecho llegue a un amplio público adulto.
Y ese público, por desgracia, es de todo tipo. La labor de zapa y erosión que venía haciendo El Papus sobre sociedad española, labor en la que también es indispensable la colaboración de dibujantes como Ja, Ivá, Oscar o Adolfo Usero, estalla literalmente cuando un grupo de ultraderecha envía una carta bomba a la revista y acaba con la vida del portero de la finca (4). Este hecho pone freno a la política cuasi-revolucionaria de El Papus, y la serie de crónicas se interrumpe, para ser sustituida por Barrio, una especie de esperada continuación de Paracuellos donde Carlos Giménez cuenta sus experiencias adolescentes en el Madrid de los años cincuenta y su época de aprendiz en un taller de artesanía, junto con los amigos, el retrato del habla y las calles, las chabolas, la represión policial y la sumisión cultural. Contada con menos aspereza y mucha más ternura que Paracuellos, esta nueva serie redondea el personaje de Carlos García García, alter ego del autor que sueña con dibujar tebeos en un mundo extrañamente luminoso y alegre a pesar de la escasez de medios y lo sórdido de los acontecimientos, y presenta algún secundario entrañable, desde el malhablado y pícaro Poli hasta la madre del autor, los homosexuales Juan y Ramiro, el trabajador Gonzalo, el bobalicón Francisco Franco Pérez o el políticamente concienciado Bernardo, que cierra el álbum con una crudeza que choca con el tono más evocador y costumbrista de la serie, revalidándola por completo.
Un nuevo intento de serie en El Papus, "Historias de esta España nuestra", quedaría en suspenso a las pocas entregas (5), y nuestro autor empieza a realizar, sin ningún encargo previo, la adaptación de un relato de Jack London que acabará por convertirse en Koolau el leproso, la virulenta y revolucionaria lucha de un hombre solo contra un ejército colonialista y que pone a Giménez, por si su indispensable labor en revistas algo apartadas del resurgir del "nuevo comic" hubiera podido conducir a engaño dentro de los aficionados, en la cresta de la ola al ser publicada inicialmente en la revista TOTEM en 1979-80.
Convertido ya en líder indiscutible del renacer del tebeo en España, Giménez va saltando de revista en revista, sin dejar de colaborar en campañas políticas o sociales, y en 1980 vuelve al terreno que siempre le ha sido tan grato, la ciencia ficción. La adaptación (más bien recreación) de relatos de Jack London y Stanislaw Lem al mundo fantacientífico presentará la nueva serie Érase una vez el futuro, que Toutain publicaría en su 1984. Se trata de una obra menor, aunque importante y gráficamente muy atractiva, donde quizá se echa en falta la utilización del color y que no puede competir con su otra obra más personal, con las vivencias que engrandecen su trabajo.
Y esas vivencias contraatacan poco después con un regreso al mundo de Paracuellos y las nuevas entregas, pues mucho se quedó en el tintero, de las anécdotas, alegrías y sinsabores de los niños del hospicio. En la revista Comix Internacional (6) aparece Auxilio Social, una segunda visita a la infancia sin la amargura absoluta del primer álbum, y donde tienen cabida momentos entrañables por encima de las torturas y vejaciones a los niños. El personaje de Carlos Giménez, ya camuflado en la primera versión de Paracuellos bajo diversos nombres (7), queda aquí casi en un segundo plano al centrarse la historia en la llegada al Hogar, aclimatación y posterior huida de otro niño, Adolfo, Fito, ni más ni menos que Adolfo Usero, otro importante dibujante de tebeos que pasó con Giménez algunos años en el hospicio. La violencia y los abusos van dando paso, a lo largo de las entregas, a una visión más relajada de la vida en el Hogar, a una exposición naturalista y tierna del habla y los comportamientos de los niños, quizá domados y sometidos a su sino, pero niños a fin de cuentas, como si el autor pudiera por fin exorcisar por completo su pasado. Carlos Giménez logra, con Auxilio Social, lo que parecía imposible: superar la obra maestra de Paracuellos.
El relato de las experiencias propias continúa con Los profesionales (1982), publicada en principio por la revista Rambla de Distrinovel y luego por algún título de Toutain. Se trata de la evocación más o menos simpática, más o menos cruda, de la vida de los dibujantes de comics españoles en los primeros años sesenta y su trabajo común en una agencia aquí rebautizada "Creaciones Ilustradas". Todo cuanto se relata en esta serie, se nos advierte, es verídico, aunque sin ningún afán de crónica biográfica, y Giménez juega a ocultar los nombres de sus compañeros de aventura y fatigas, aunque muchos de ellos resultan enormemente claros para los lectores experimentados. La recopilación de divertidas anécdotas y, una vez más, el uso del lenguaje coloquial es admirable, pero sobre todo es la clara exposición de los hechos y la definición de los autores ahora convertidos en personajes con unos pocos trazos lo que hace de esta serie, por su sencillez, un nuevo triunfo. Sin duda, más de uno de los dibujantes y guionistas retratados lamentaría ahora no haber sido él mismo quien relatara todas esas historias, tristes unas, sarcásticas otras, entrañables casi todas, de una época y una profesión en que todos eran más jovenes y tenían unas ilusiones que no llegarían a cuajar en la mayor parte de los casos. Pero claro, no todo el mundo tiene, como Giménez, la capacidad para observar, recordar lo observado y plasmarlo luego en unas páginas de comics.
No hay añoranza en Los profesionales, ni demasiado sarcasmo, sino una clara muestra de ternura y quizá de autocrítica. En algunos episodios empieza a asomar de nuevo la vena documentalista del autor, al retratar los paisajes barceloneses, las Ramblas sobre todo, el barrio viejo, que alcanzará su máximo colofón en el álbum epílogo de la serie, Rambla arriba, Rambla abajo, un magnífico cruce de cámaras (8) que suben y bajan entre limpiabotas y mendigos, prostitutas y marineros, enanos y perros, dibujantes y monjas, policías y libreros, falangistas y aprendices de poeta, dibujantes de tebeos y turistas extranjeras.
El espíritu inquieto de Giménez lo lleva luego a realizar una serie casi a contracorriente, Bandolero (1987), la historia verídica de Juan Caballero, un experimento de resultados quizá menores pero con un duro y poético final que nos devuelve al autor de los mejores tiempos. Y el tema hasta entonces tabú en su obra, expuesto con sarcasmo y autocrítica, y recopilado luego bajo los títulos Romances de andar por casa e Historias de sexo y chapuza, una serie de historias cortas que nos devuelven en parte al Carlos Giménez de El Papus y su gusto por la caricatura.
Otra gran época de ese momento es Sabor a menta (1990), que Giménez considera el mejor guión que ha escrito y donde el uso del lenguaje hace imaginar qué gran novelista hubiera sido. Incluso sus obras menores (como Tequila Bang! contra el club Tenax, realizada al alimón con Alfonso Font y su inseparable Adolfo Usero y publicada en principio en 1979 para la revista La Calle) destacan por encima de la producción de muchos autores considerados de primera fila. El convencimiento de Giménez de lo que pueden ser los tebeos y sus muchas posibilidades hacen que sólo él y otro genio, el norteamericano Will Eisner, hayan sido capaces de volcar sus experiencias personales en la historieta (9).
Toda la evolución del tebeo español tiene su punto culminante en ese gran guionista y dibujante que es Carlos Giménez. Y es un triste recuerdo de la penosa situación del género en nuestro país que ni siquiera un genio como el autor madrileño haya podido remontar el hundimiento del mercado y la crisis que arrastra la historieta desde hace diez años.
NOTAS:
(1) Es sintomático que el robot de Dani se llame "Jorge" y el de la película sea, en inglés, Artoo Detoo, o sea, casi Arturito. Sabido es que George Lucas es gran aficionado al comic y que entre sus favoritos está Tintín, personaje que incluso trató de llevar a la pantalla de la mano de su amigo Steven Spielberg y de quien hay abundantes préstamos en la televisiva serie Las aventuras del joven Indiana Jones, incluyendo un comparsa belga llamado Remí, como Hergé. No es demasiado aventurado suponer que quizá Lucas conociera al personaje de Dani Futuro, publicado en la revista de Tintín francobelga. A este respecto, véase también la aventura de Valérian "El embajador de las sombras" y compruébense los préstamos creativos tomados de allí para la saga cinematográfica.
(2) "En el cine se han hecho muchas cosas, pero en historieta todavía queda mucho por hacer", confesaría el autor a Iván Tubau en la entrevista del cuaderno de Un hombre, mil imágenes (Norma, 1982) dedicado a su figura: "Hay autores, dibujantes, que tienen una vida riquísima, llena de experiencias, y hacen historietas del Gato Félix o del Pato Donald".
(3) La maestría de Giménez para el diálogo podría arrancar de su admiración por la obra del novelista y amigo Francisco Candel.
(4) Parece que el nombre de Carlos Giménez aparecía en una supuesta lista negra de los frustrados golpistas del 23-F.
(5) Estas historias serían recopiladas en el álbum "Mano a mano" de la colección Papel Vivo de Ediciones La Torre, junto con las primeras historietas del renacer de Alfonso Font.
(6) Conviene recordar que toda la obra de madurez de Carlos Giménez ha sido recopilada en asequibles álbumes por Ediciones de la Torre en su colección Papel Vivo y más recientemente en Glenat. La recuperación de Dani Futuro ha corrido de la mano de Planeta-De Agostini.
(7) En Paracuellos adopta diversos nombres, pues parece que la historia "Los impuros", donde los niños son identificados como "El Elías y el Moratalla", es biográfica. Si en Barrio se llama Carlos García García, en Auxilio Social será Pablo Giménez García. El alter ego juvenil de Los profesionales será ya identificado como Pablo García García, mientras que como padre adulto aparecerá en "La Saga de los Menéndez".
(8) Resulta chocante que la obra de Giménez, en especial Paracuellos, no haya sido llevada al cine.
(9) La vena autobiográfica que ha dado esa espléndida obra de madurez de Will Eisner con títulos como El soñador, Dropsie Avenue o Viaje al corazón de la tormenta tiene abundantes puntos en contacto con la de Carlos Giménez, con el aliciente de haber sido el autor español el primero en tratar los temas de los jóvenes dibujantes o el barrio.
PARACUELLOS.-
Toda la vida leyendo tebeos y nunca había leído Paracuellos. Ya me vale. Había leído otras cosas de Carlos Giménez, sus historias de la transición, tremendas, valientes, militantes cuando era peligroso serlo, cuando había que serlo. A veces solo y a veces con guiones de Ivá, esas páginas que se publicaban en El Papus eran rabiosas y sinceras, y ponían en evidencia las miserias y carencias de un proceso político que después unos y otros han convenido en calificar de modélico y en consecuencia intocable.
Paracuellos es otra cosa. Bien puede ser el mejor y más importante tebeo que se ha publicado en España, porque a sus valores artísticos, innegables, se une el de ser un testimonio histórico rotundo. Mientras que en las historias cortas de la transición, leídas hoy, se hace necesario cierto trasfondo histórico para entenderlas plenamente, las historias de Paracuellos son completamente universales. En ese microcosmos que son los colegios del auxilio social de la posguerra española —sobre todo el de Paracuellos, que da nombre a la obra, pero también otros— se refleja a escala el paradigma de la España franquista, y se rescatan los usos y maneras de la Iglesia y los falangistas, los mecanismos de control mental, la crueldad que intentan negar los repugnantes revisionistas que inexplicablemente —o no— están hoy de moda. Los colegios del auxilio social, cárceles para niños que en su mayoría fueron hijos de represaliados del bando republicano, tenían como objetivo inculcar los principios del movimiento y educar a los españoles del mañana, mitad monjes y mitad soldados. La crueldad que traspasa el sadismo de los instructores falangistas, la instrucción, el catecismo que con sangre entra, su deformada idea de la educación —en los hogares del auxilio social estaban prohibidos los libros: con eso está todo dicho—, la brutalidad de las monjas que se saben impunes cuando golpean a los críos, todo lo retrata Giménez con una maestría incomparable, en planos siempre cortos, sin girar la vista, pero sin caer nunca en la escatología —y creanme que ocasiones no le faltan—, con esas viñetas pequeñas, casi sin fondos, que se centran en las vivencias de esos niños que son él, que son varias generaciones de españoles que, pasaran o no por uno de estos hogares, sufrieron la educación asfixiante, los rezos constantes, las hostias sin consagrar, las palizas, las humillaciones, las mentiras impuestas y aprendidas de memoria.
Todo esto está en Paracuellos, pero, por encima de todo, está el hambre. El hambre, siempre presente, en el día a día, plasmada de una forma magistral, en las caras de esos niños que se comen lo que pillan, que trafican en el patio con trocitos de pan duro —cuánto recuerda en esto Paracuellos a las historias de los campos de concentración nazis—, que se han acostumbrado, a la fuerza, a convivir con ella siempre. Es un retrato tan patético y tan perfecto de la necesidad que entronca con la literatura española, con la picaresca. Los niños de Paracuellos soñaban que comían.
Y qué niños, por cierto. Giménez tiene una sensibilidad muy especial para escribirlos y dibujarlos. No son, pese a todo lo que se les cae encima, angelitos, ni mártires. Son... niños. Para bien y para mal. Y un niño puede ser cruel un instante y tierno al siguiente, puede comportarse con solidaridad o ser un cabrón con sus compañeros. Y pueden ser corrompidos: los niños a los que el instructor falangista da poder como sus ayudantes son terribles. En una de las historias más sobrecogedoras, uno de los chicos, que siempre protege a los más débiles y se encara con los abusones, es ascendido a ayudante —y lleva desde entonces el cinturón con hebilla de Falange—, y entonces descarga toda la rabia y toda la frustración en sus propios compañeros, propinándoles palizas. Cuando se le pregunta por qué hace ahora lo mismo que antes odiaba en los demás, el niño se toma un momento para pensar y contesta: “Porque se puede”.
Pese a todo, Giménez evita caer en el melodrama barato y esquiva la lágrima fácil recurriendo al humor. Y es que los niños siguen siendo niños, y hasta en Paracuellos hay momentos de alegría y de juegos, y de ingenuidad. Todo lo que se cuenta, por duro que sea, tiene siempre su contrapunto de alegría infantil con las ocurrencias de los críos. Se aleja además con todo esto de la tribuna y el panfleto: Giménez no hace política por la boca de sus personajes. Simplemente retrata su propia niñez y la de sus compañeros, con sus momentos buenos y sus momentos malos, con la asfixiante disciplina castrense, con el abuso y el miedo. Y rescata también del olvido y para la historia la manera en la que hablaban, las palabras que usaban, la jerga, las canciones, los juegos, los tebeos que leían, en una labor de minuciosidad casi documental de incalculable valor.
Se ha acusado, por parte de los de siempre, evidentemente —los alegres muchachos de “centro”— a Carlos Giménez de ser parcial. Y claro que lo es. Como ellos. Como todos. Giménez reconoce y declara sin problemas su filiación política: es rojo. O le hicieron rojo a hostias, vaya. Pero eso no debe nunca servir para restar validez a su discurso, al contrario, es una prueba de honradez. Además lo ha sido de verdad y con todas las consecuencias. Lo ha sido aún a riesgo de su vida —recordemos que la extrema derecha en su día puso una bomba en la redacción de El Papus— y lo ha sido de cara a su profesión, luchando siempre por que se reconocieran los derechos de autor de los que hacían tebeos y se respetara la integridad de su trabajo. Y dejémonos de monsergas: convengamos —como conviene el propio Giménez en su obra— en que en la guerra ambos bandos hicieron barrabasadas. Pero a partir del 39, todo lo que pasó, todo lo que se cuenta en Paracuellos, que sucedió, pese a quien pese, fue cosa de uno solamente.
Más allá de eso, Carlos Giménez me parece un autor ante todo inteligente. El mejor y el más relevante de los españoles. Sólo Luis Durán creo que algún día podrá llegar tan lejos como él, y en campos radicalmente distintos, de todas formas. Buscador incansable de nuevas formas de expresión, pionero en géneros antes inexplorados en España, inventor de recursos gráficos, creyente del tebeo como medio cultural único —Paracuellos no sería lo mismo en película o novela; no valdría lo mismo—, parió, a finales de los setenta, con los dos primeros volúmenes, y después, veintitantos años más tarde, con el resto de ellos, una obra imprescindible, que explica una parte de nuestra historia, incómoda, pero cuya recuperación es necesaria, precisamente por incómoda. Paracuellos encierra la esencia del ser humano, con sus miserias y sus grandezas. Enseña valores sin ser didáctica, pone mal cuerpo en una viñeta y te hace reír en la siguiente. Y si el mundo, o al menos este país, estuviera bien hecho, sería lectura obligada en los colegios.
Este comentario sobre Paracuellos esta sacado de:The Watcher and The Tower
Carlos Giménez
El autor más importante de la historieta española de las últimas tres décadas. En el Salón del Cómic de 2005 Giménez recibió el máximo galardón que se puede recibir en este país, el Gran Premio a toda una vida dedicada a la realización de historietas.
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