El “Cristo de Rivera”, la obra más importante del artista albacetense Diego Rivera.
Valeriano Belmonte. Albacete. 4 de Junio de 1989
La Guerra Civil había terminado y una España maltrecha y dolorida comenzaba a resurgir. A todos los rincones de la península llegaban vientos de paz. Lágrimas, ausencias, recuerdos, pérdidas, alegrías...
En Albacete, un hombre, un artista había seguido los avatares de la larga contienda entre pinceles y óleos, esculturas y lienzos, envuelto en la tensión de unas jornadas dramáticas. Noticias trágicas, semanas interminables, el ruido de los bombardeos, el llanto interminable, nervios desatados y la desesperación que reinaba sin cesar.
Diego Rivera, el pintor albaceteño, en el esplendor de su creatividad, quiso simbolizar aquel final de la guerra. Paisajes, retratos, bodegones y bocetos y apuntes y esculturas de todos los estilos y tamaños llenaban su casa estudio, la espléndida vivienda de Onésimo Redondo, ahora de Antonio Machado. Faltaba allí una figura. Y lo mismo que dos años atrás el mítico Picasso había reflejado en su famoso “Guernica” los horrores de la guerra, Diego Rivera quiso plasmar la maravilla de la paz, esa paz que por fin llegaba. La figura pensada por nuestro artista sería la de Cristo, un Cristo que dejaría huella en aquellos momentos históricos de 1939. Así surgió “El Cristo de Rivera”, un Cristo hermosos, una escultura de pequeñas dimensiones pero magnífica.
El maestro del célebre Manuel Gago, creador, precisamente en el mismo lugar de aquel “Guerrero del Antifaz” que ha pasado a los anales del cómic español, trabajó durante varios meses entregado a la figura del redentor, mimado, acariciando cada una de las parcelas de su obra, la cual fue cobrando forma. Un rostro delicado, perfecto, con unos ojos semiabiertos que llegan a lo más profundo de nuestro ser, una expresión indescriptible de amargura y angustia, de resignación y esperanza. La Cruz es también distinta, como lo es la corona de espinas. Brazos y piernas modelados con adoración. El pecho del Salvador es como un refugio de salvación, como el rincón al que hay que acudir para estar libre de todo riesgo. Rivera dejó por un corto espacio de tiempo los encargos que tenía y se dedicó por completo a su Cristo. Cuan do quedó concluido, los alumnos de su academia pudieron admirar su obra, que ocupaba lugar preferente en la casa y en él se inspiraron muchos de los que luego, tras un tiempo de aprendizaje, llegarían a alcanzar la fama. Años más tarde, Manuel Gago se fijaría también en aquel Cristo impresionante para confeccionar al padre del que sería su máximo personaje. El Conde de Roca, progenitor de “El Guerrero del Antifaz”, guarda con el Cristo de Rivera un gran parecido, especialmente cuando prisionero del pérfido Harum y despojado de sus ropas, se encuentra amarrado a un poste de tortura.
Valeriano Belmonte. Albacete. 4 de Junio de 1989
La Guerra Civil había terminado y una España maltrecha y dolorida comenzaba a resurgir. A todos los rincones de la península llegaban vientos de paz. Lágrimas, ausencias, recuerdos, pérdidas, alegrías...
En Albacete, un hombre, un artista había seguido los avatares de la larga contienda entre pinceles y óleos, esculturas y lienzos, envuelto en la tensión de unas jornadas dramáticas. Noticias trágicas, semanas interminables, el ruido de los bombardeos, el llanto interminable, nervios desatados y la desesperación que reinaba sin cesar.
Diego Rivera, el pintor albaceteño, en el esplendor de su creatividad, quiso simbolizar aquel final de la guerra. Paisajes, retratos, bodegones y bocetos y apuntes y esculturas de todos los estilos y tamaños llenaban su casa estudio, la espléndida vivienda de Onésimo Redondo, ahora de Antonio Machado. Faltaba allí una figura. Y lo mismo que dos años atrás el mítico Picasso había reflejado en su famoso “Guernica” los horrores de la guerra, Diego Rivera quiso plasmar la maravilla de la paz, esa paz que por fin llegaba. La figura pensada por nuestro artista sería la de Cristo, un Cristo que dejaría huella en aquellos momentos históricos de 1939. Así surgió “El Cristo de Rivera”, un Cristo hermosos, una escultura de pequeñas dimensiones pero magnífica.
El maestro del célebre Manuel Gago, creador, precisamente en el mismo lugar de aquel “Guerrero del Antifaz” que ha pasado a los anales del cómic español, trabajó durante varios meses entregado a la figura del redentor, mimado, acariciando cada una de las parcelas de su obra, la cual fue cobrando forma. Un rostro delicado, perfecto, con unos ojos semiabiertos que llegan a lo más profundo de nuestro ser, una expresión indescriptible de amargura y angustia, de resignación y esperanza. La Cruz es también distinta, como lo es la corona de espinas. Brazos y piernas modelados con adoración. El pecho del Salvador es como un refugio de salvación, como el rincón al que hay que acudir para estar libre de todo riesgo. Rivera dejó por un corto espacio de tiempo los encargos que tenía y se dedicó por completo a su Cristo. Cuan do quedó concluido, los alumnos de su academia pudieron admirar su obra, que ocupaba lugar preferente en la casa y en él se inspiraron muchos de los que luego, tras un tiempo de aprendizaje, llegarían a alcanzar la fama. Años más tarde, Manuel Gago se fijaría también en aquel Cristo impresionante para confeccionar al padre del que sería su máximo personaje. El Conde de Roca, progenitor de “El Guerrero del Antifaz”, guarda con el Cristo de Rivera un gran parecido, especialmente cuando prisionero del pérfido Harum y despojado de sus ropas, se encuentra amarrado a un poste de tortura.
Han pasado cincuenta años de la creación de la entrañable escultura y, tras medio siglo salpicado de aventuras y desventuras de un Albacete renovado, el Cristo de Rivera continúa ocupando un lugar privilegiado en el estudio del genial pintor manchego.
Valeriano Belmonte
Sorprendente escrito en el que el albaceteño Valeriano Belmonte nos aporta datos que desconocíamos, como la supuesta influencia del pintor Diego Rivera en Manuel Gago. Lo que sí parece claro es la inspiración en las imágenes sacras de algún Cristo o Descendimiento de la Cruz en determinadas escenas de la serie, como la ya citada del Crimen de Harum, cuaderno nº 26.
El rey de la selva de Zata
En una conversación mantenida con Fernando Bernabón sobre el tema, éste me apunta que no es el único caso de cómic de la época en el que se vislumbren reminiscencias de la imaginería religiosa y me señala el cuadernillo El rey de la Selva de Zata donde hay una escena en que aparece el protagonista yaciente en el suelo que bien pudiera haber tenido como modelo a un Cristo de la pintura o escultura clásica
En una conversación mantenida con Fernando Bernabón sobre el tema, éste me apunta que no es el único caso de cómic de la época en el que se vislumbren reminiscencias de la imaginería religiosa y me señala el cuadernillo El rey de la Selva de Zata donde hay una escena en que aparece el protagonista yaciente en el suelo que bien pudiera haber tenido como modelo a un Cristo de la pintura o escultura clásica